Hoy os traigo algo más que una receta. Os traigo magia, al menos para mi, ya que esta es una de esas recetas especial que, mientras las haces y las comes, consigues transportarte años atrás. Consigues traer a tu mente recuerdo de hace casi 20 años, personas que ya no están con nosotros, al menos no físicamente pero que siempre están contigo.
Hace unas semanas estuve en mi pueblo, Vezdemarbán y le pedí a mi madre que me pasara algunas de las recetas que mi abuela solía hacer cuando se acercaba carnaval. Las copie en una hoja y ese mismo día nos animamos a hacer unos cuantos bollos.
En ese momento recodé como mi abuela los hacía "en cantidades industriales" porque a todo el mundo le gustaban, sobre todo a mi abuelo que no perdonaba un día sin comer uno. Como utilizaba un "baño" de barro y, allí, agachada mezclaba con sus manos los tres ingredientes.
Después tocaba ir "donde Cástulo" el panadero del pueblo que, en ese gran horno, horneaba los dulces de muchos vecinos. Me encantaba ir con ella. Colocar los bollos en una lata y ver como el panadero con una gran pala iba introduciendo lata por lata por la boca de ese gigantesco horno. Mientras se cocían siempre había alguien con quien charlar y, con un poco de suerte, alguna de mis amigas estarían por allí con sus madres y podríamos jugar un poco.
Cuando salían del horno y se templaban un poco era el momento de cubrirlos con azúcar molida y mientras mi abuela los iba colocando estratégicamente en el mismo baño, unos encima de otros y al final, cubría el baño con un paño de cocina blanco. El trasiego a la despensa, donde reposaba el baño, era continuo... hasta que, casi sin darnos cuenta, se habían acabado.
Os dejo la receta tal y como ella lo hacía, nada de pesos, siempre tomando como medida un pocillo (una taza pequeña).
Ingredientes
3 tazas de manteca de cerdo (en esta ocasión nosotras utilizamos dos tazas de manteca y una de aceite vegetal)
1 taza de vino blanco
Harina la que admita, esto es, hasta que la masa quede firme y no se nos peque a las manos ni a la superficie de trabajo.
Azúcar glass
Derretimos la manteca a fuego suave. Dejamos templar (este paso es importante porque si la añadimos caliente los bollos saldrán duros).
Añadimos la manteca derretida y fría a un bol. Añadimos el vino blanco. Vamos mezclando con la mano. Por último añadimos la harina, poco a poco y vamos mezclando bien. La masa tiene que quedar bien compacta pero no pegajosa.
Mi abuela cogía porciones de la masa y le daba esta forma (ella los hacía bastante más grandes) y presionando un poco con los dedos hacia, sobre la superficie del bollo, unas pequeñas hendiduras para que cogieran más azúcar. Otras personas los hacían redondos, ayudándose de un vaso.
Los metemos en el horno a 180º y cuando comiencen a dorarse por los laterales y un poquito por la superficie comprobamos si están hechos, si no, cubrimos con un poco de papel de aluminio para que no se sigan dorando pero si haciendo.
Sacamos de horno, dejamos templar y luego añadimos, con ayuda de las manos, el azúcar glass por encima.
¡Quizás no sea la mejor receta del mundo pero como os digo, para mi es mágica!
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